sábado, 27 de diciembre de 2008

La interminable espontánea

- No, Joaquina, no lo hagas mas dificil. En verdad es lo mejor para los dos. Dejemos todo acá y que sea un grato recuerdo, una memoria digna de una risa.

- Otto, por favor. No me hagas esto.

- En serio, Joaquina, es lo mejor, créeme. No es nada fácil para mi, me duele mas de lo que te puedas imaginar.

- No mientas. Sé que no te duele y que nunca me quisiste. Yo no entiendo por qué haces esto.

- ¿En verdad crees eso? ¿En verdad crees que me desviví por ti, porque no te amé en algún momento más que a la propia vida? Lo esperaba de cualquiera menos de ti, María Joaquina Maldonado, y, ¿sabes? Que pienses así hace menos doloroso terminar esto.

- Discrepo contigo en todo sentido. Sé que nunca me quisiste, Otto Alejandro, no sé por qué sigues mintiéndome. ¿Por qué hacer de esta vil mentira algo tan hiriente? Estás siendo muy cuel.

- Te equivocas, María Joaquina. Te quise más de lo que alguna vez alguien fue capaz de querer a otro ser vivo fuera de sí mismo. Te quise más de lo que yo mismo alguna vez, siendo un ignorante infante, pensé que era posible querer a una persona tan diferente, pero a la vez tan igual a mí. Te quise más que a la vvida, al punto de pensar que lo daría todo por verte feliz y, hasta cierto punto, lo hice, pero no puedo más con tu frialdad mortífera. Es porque te quiero tanto que te dejo libre. Porque quiero que seas feliz a tu modo, aunque eso signifique ahogarme en un lago de lágrimas y remordimientos, con tal que tú, María Joaquina Maldonado Carreras, fueras feliz como mereces.

- ¿Y si te digo que soy feliz a tu lado? ¿Y si te digo que no me importa ser libre? No quiero otra felicidad que no sea la que comparto contigo, porque nunca antes he sentido que he querido tanto a alguien como lo siento contigo. Pero tú tomas el camino fácil y terminas con todo fulminantemente sin pensar siquiera en lo que yo quiero, sumido en tu horrible egoísmo, que tanto odio y quiero a la vez.

- Te respondería que nunca he sentido tal felixidad como la que sentía cada mañana, levantándome pensando que eras mía, cada tarde, vacilando si llamarte o no, por no querer aburrirte con mis pesados lamentos cotidianos, para que no te dieras cuenta de lo aburrido y monónoto que era y me dejases así. Y en las noches, cuando me acostaba sola y únicamente pensando en ti y sabiendo que la única idea que me despertaría al día siguiente era la de poder verte, aunque fuera sólo por unos minutos, y así ser feliz el resto del día y vivir con una sonrisa fulminante, hasta la próxima vez que te viera. Pero simplemente no lo ves, María Joaquina. Siempre tú, envuelta en tu egoísmo, tu egocentrísmo, que de alguna forma me envolvió y me hizo hacerte el centro de mi vida, de mi espacio, de mi universo, pero aún así fui feliz. Adorándote. Idolatrándote. Dándote todo lo que alguna vez soñé con tener, con tal de verte feliz aunque sea cinco minutos, ya que después te aburrirías de lo que sea que te regale, y exigirías más, pero no me importaba, porque igual te lo daría. No creas que ahora que no tendré que gastar en ti seré feliz. Probablemente serán los días, semanas, meses e incluso años más penumbrosos que pase antes que me olvide de ti, ya que prefiero no tener nada y tenerte a ti a tenerlo todo excepto al amor de mi vida. Al centro de mi universo. Pero veo que deja de interesarte mi sufrimiento. Así fue desde que empezamos y así te amé, aunque todos me decían que me hacías mal. Aunque estaba cegado por ti, te amé, pero yo dejo de importarte. Me pregunto si alguna vez te importé, aunque sea lo suficiente para que me mirases con aquellos ojos con los que me derretías y me dijeras "yo también te amo" u ocasionalmente un "yo también", pero aquellas malditas palabras nunca salieron de esos labios rosas que me derretían quede vez que me hablabas de cerca, que me pedías algo al oído. Y así es como decido despedirme de ti, no puedo manejar más este dolor, o talvez es que ya no sé cómo contenerlo dentro de mí, coo todos estos meses a tu lado. Te dejo, pero no sin antes decirte que nunca amaré a nadie como te amé a ti y que has sido el motivo por el cual no he acabado con mi vida en varias ocasiones. Y así, te dejo.

jueves, 25 de diciembre de 2008

A ver si puedes


A veces no entiendo el por qué de las cosas. Hoy no puedo dejar de partirme la cabeza intentando encontrarle sentidos a hechos actuales tan confusos, que me llevan a la conclusión de argumentar que los “por qué” no existen. Para comenzar, ¿por qué te fuiste? Todo aquí es un caos. Eras como el capitán de un barco lleno de locos, que lograban entenderse y funcionar en equipo gracias a tus sabias instrucciones. Fuiste el que plantó la palabra “armonía” en nuestra vida, pero luego de tu partida este barco, al parecer, perdió el norte. Es como si nuestra variedad de carácter y personalidades se abstenían de cualquier reacción desfavorable gracias a tu presencia. Y ahora no estás. No vas a regresar a poner orden. Te fuiste para no volver y te llevaste la calma perpetua contigo. Nos dejaste a la deriva, sin parámetros o instrucciones. Ahora es como si la calma jamás se dignara a retornar. Tengo todo tan fuera de mis manos, que termino asustándome aún más. No sé qué hacer, ni en qué puedo ayudar. Es más, siento que mi debilidad ante el desorden sólo empeora las cosas. Espero que donde estés no te lleguen las noticias terrenales. Creo que no harían más que perturbar tu tranquilidad eterna. Aquí todo está peor. Ni siquiera sé si existo. La mesura ha desaparecido, siendo reemplazada por un aura nefasta, aplacada tan sólo por mis lágrimas sigilosas. Dicen que la navidad es de los niños y, entre más crezco y más me alejo de mi niñez, veo los problemas de mi alrededor con mayor detenimiento, con mayor nitidez. No es que nunca hayan estado, es que quizás no les presté atención. Ya no soy una niña. Me estoy dando cuenta de la forma más brusca de todas. A fin de cuentas, la adultez me dio una bofetada fugaz y precisa, que hizo que mis pies y mi mente tocaran el suelo de la, cada vez más ficticia, realidad. Sé cómo me perciben, pero no sé qué errores cometo para que me subordinen de una manera tan agresiva y fulminante. A veces no toman en cuenta el esfuerzo de uno por hacer sentir cómodos a los demás, porque “la gordita” no piensa, ni sabe, ni diente. No me incomodan los papeles secundarios, ni ser un extra, con tal que mi esfuerzo y mis ganas valgan la pena. Definitivamente, no es que este el caso práctico. No sé cómo ayudar, pero sí sé que si me dejan intervenir, ayudaría y me sentiría útil, como pocas veces. No entiendo nada de lo que está pasando. Aunque está frente a mis ojos, me es difícil creerlo. Al menos sobrevivo, aunque dudando de mi existencia y mi utilidad en el mundo. Aún sueño con que algún día generaré ganancias, seré importante, me tomarán en cuenta y se arrepentirán de subestimarme. Y va a pasar en algún futuro lejano, aún permanecen mis esperanzas intactas. Por ahora tengo que ser fuerte y aprender a no rendirme. A no tener el rollo de papel higiénico en la mesa de noche “por si lloro”. Ya no más. Voy a ayudar para poder ayudarme. Voy a salir cantando victoria. Voy a salir cantando contigo.

sábado, 13 de diciembre de 2008

En mi balcón, corazón

Son las cuatro de la mañana. Cómo pasa el tiempo, inexcusable. Cada vez me siento más minúscula. No puedes hacer nada en contra del tiempo, ni de otras tantas cosas, como la que me atormenta esta noche. En fin. Este es el momento en el que uno suspira y recapitula todo lo que ha pasado en el día. Por alguna extraña razón, hoy el tiempo de meditación se está extendiendo un poco más de lo usual. ¿De veras es una extraña razón? Yo creo que es algo evidente. Ahora escucho “Chanson Triste” de Carla Bruni y, aunque no entiendo en lo absoluto lo que dice en francés, la melodía es bastante melancólica. Mejor le creo una letra propia, recordando todo lo que he vivido hoy. Y se torna, por partes, feliz, por otras, un poco menos feliz, pero en este caso el sentimiento que predomina es el de la duda. ¿Duda? Sí, esa misma. Siempre la duda. Siempre Joaquina en la misma disyuntiva. Aunque esta vez pareció algo diferente. Esta vez quizás sí tenga sustento. Quizás esta vez no me esté equivocando. Esa mirada perdida y esa sonrisa de pelotuda no se crea de la nada, Joaquina, me digo a mí misma. Pero, ¿cuántas veces ya ha pasado? Creo que llegué tarde a la repartición de “intuición femenina”, ahora no sé si lo que pienso es cierto o aún permanezco en mis fantasías rutinarias. De lo que sí puedo estar segura es de lo que yo siento, y eso no me lo quitas tú, ni me lo quita nadie. De veras que es bonito, constituyes un nuevo capítulo, pero creo que me dejas con las palabras en la boca. Podría apostar a que te pasa lo mismo. Haz algo para dejarme sin excusas. Déjame sin palabras. Llévatelas, quizás las necesitas más que yo. A mí sólo me cuesta más y más tenerlas aquí guardadas, acumulándose poco a poco, conforme pasa el tiempo. Otra vez el tiempo. Me voy a dormir.

jueves, 11 de diciembre de 2008

La noche y los martillos


Estaban en la torre, otra vez. Manuela se veía atrapada en un nudo irremediable, en un apagón total, a pesar de que eran tan sólo las seis de la tarde. Empezaba a obscurecer, tarde o temprano llegaría. Ella lo sabía. Ella llegaría y Manuela aún no tenía algún plan decente. Petunia dormía plácidamente en su regazo, con sus trenzas de ensueño siempre perfectas. Si supieras, Petunia, pensaba Manuela. Si supieras que ya viene y nosotras no tenemos salida. Ya no se podía hacer nada, no había remedio. Sólo esperar que todo suceda como estaba predicho.

Manuela se rehusa a sentarse a esperar su sentencia. Tenía que hacer algo, al menos intentarlo. Ya eran casi las siete de la noche y aún así quedaba un ligero resplandor del sol de verano, que anunciaría una tarde amena en cualquier contexto, menos en este. Manuela empieza a sudar. Ya eran casi las siete. Ella llegaba a las siete. Ya no siento mi corazón, piensa Manuela, también se lo ha llevado. Suena un chirrido en el piso de abajo. Alguien ha abierto la puerta principal de la torre este. Era ella. Ya llegó. Tic tac, se te acabó el tiempo, Manuela, y aún no tienes ningún plan.

Despierta a Petunia de un golpazo y esta se levanta asustada.


- ¿Qué pasa, mami?


- Guarda silencio y sígueme.


La toma por la muñeca y la jala como si fuera una muñeca de trapo. La desesperación empieza a correr por sus venas. Ella estaba cerca. Podía sentir sus zancadas de gigante tan sólo detrás de sus pasos confusos. Cada vez la sentía más y más cerca. Qué hago ahora, piensa Manuela, qué hago. La mujer ogro venía y ella sólo corría hasta llegar a su fin. Manuela sólo estaba demorando más lo irremediable.

Así llegaron a la parte de las "escaleras de las mil puertas". Como su nombre lo dice, consistía en el lugar donde se subía hasta más no poder, lleno de puertas y llaves diferentes. Un infierno. Jamás alguien había llegado tan alto.


- Sube.


- ¿Qué?


- Sube, Petunia.


- Pero madre, ¿por qué tanta prisa?


- Ella está aquí. Corre.


Manuela emprendió el camino hacia su destino ya establecido con anterioridad. En su desesperación, no había tenido mejor idea que subir por las interminables escaleras. Quizás podía cerrar una de las trancas de las miles de puertas que tenía que cruzar antes de llegar a la parte más alta. Era sólo para ganar tiempo, mientras se le ocurría cualquier plan. Lo que sea. Grave error, Manuela. Las zancadas están cada vez más cerca.

Empujó a Petunia y la puso a correr delante suyo. Así podía empujarla y hacer que vaya más rápido. Cada vez que cruzaban una puerta, Manuela se quedaba poniéndole el cerrojo mientras que Petunia, que corría más lento, iba avanzando hacia la siguiente. Así de forma sucesiva. En algún momento ella tendía que desistir por tantas puertas que tendría que martillar para romper y llegar a alcanzarlas. Manuela sabía que todo esto era un chiste, sabía que ella con un par de martillazos hacía la puerta pedazos. Ella no era una persona normal. Era un monstruo.

Tantas llaves, tantas puertas, Manuela se demoraba. Sentía que sus pies ya no respondían y que Petunia estaba cansada. La pobre no sabía por qué estaban corriendo tan desbaratadamente. Si supiera, quizás correría más rápido. Mejor que no lo sepas, hija, pensó Manuela. Mejor que no lo sepas. Las zancadas ya están a tan sólo un piso de distancia y las dos ya estaban a un piso de llegar al punto máximo de altura de la torre este.


- Petunia, corre más rápido.


- Ya no puedo. No puedo respirar.


- Corre. ¡Corre lo más rápido que puedas, por favor!


Y de esa manera llegaron a la azotea. Ya no podían escapar. Estaban perdidas y ella ya había martillado la puerta. Estaba justo al frente de ellas. Manuela no la recordaba tan grande y aterradora. Estaba vestida de negro, como de costumbre, con una especie de casco que sólo dejaba ver sus penetrantes ojos pardos. Pura maldad. Evidentemente, en sus gigantes manos blancas llevaba el martillo más intimidante que pudiera imaginarse cualquiera en la peor de las pesadillas. Pero esto no era un sueño. Era totalmente real.

Manuela tomó a Petunia en sus brazos, tan fuerte que hasta le hacía daño, en su afán de protegerla. Iba retrocediendo poco a poco, como si quisiera retrasar aún más lo que le estaba reparando el destino que ella misma había creado. La mujer mastodonte se iba acercando de a pocos, sin prisa. Sabía que tarde o temprano Manuela tendría que desistir. Las dos lo sabían.


- Por favor, no tiene nada que ver en esto.


- Tú sabes lo que hiciste. Tienes que pagármelo.


- Por favor, yo sé que detrás de esa máscara tienes corazón. No lo hagas. No tiene nada que ver. ¡No la metas en esto!


- Sabes lo que me corresponde hacer.


- ¡ES SÓLO UNA NIÑA! ¡Ten piedad!


- No lo hagas más difícil.


- ¡NO, POR FAVOR! ¡DEVUÉLVEMELA! ¡NO HAGAS ESTO!


Muy tarde, Manuela, muy tarde. La niña ya estaba en sus manos. Se la arrebató sin piedad. Manuela lloraba su alma, mientras veía a su hija ser arrastrada por este ser malévolo, con el martillo entre sus manos. Sentó a Petunia y, con toda la fuerza que la caracterizaba, le dio un martillazo fulminante en la cabeza. Petunia cayó al suelo y permaneció inmóvil, dejando todo su entorno con un pequeño hilo escarlata que iba coloreando el piso gris.

Manuela corrió a ver a su hija. Definitivamente estaba muerta, aunque siempre con las trenzas perfectas, a pesar de que su cabeza estaba partida por la mitad. ¿Cómo puede ser alguien tan perversa?, pensaba. Sentía que las lágrimas brotaban brutalmente de sus ojos, que la rabia no dejaba de carcomer sus pensamientos. No toleraba más la situación. Su hija estaba muerta. Muerta por su culpa y la de ella.

De pronto, toda esa furia contraída fue el impulso inevitable. Volteó y vio que la mastodonte se alejaba, como si nada hubiese ocurrido. ¿Cómo si nada?, ya verás de lo que soy capaz, pensó. Cogió el cuerpo de su hija por las trenzas y la arrastró hasta estar exactamente detrás de ella. Con todas las fuerzas y la rabia que le quedaban, levantó el cuerpo de Petunia y golpeó en la cabeza de la mujer mastodonte. Esta cayó abrumadoramente e hizo temblar los simientos de la torre cuando tocó el suelo. Manuela miraba el acto sorprendida. Había vengado la muerte de su hija usándola como arma contra la asesina.

Con las manos llenas de sangre y la mente llena de un dolor nefasto e ineludible, Manuela da la vuelta y siente la brisa del verano. La vista era preciosa. Habían muchas estrellas y el firmamento se coronaba con una luna llena espléndida, pero a la vez muy triste. ¿Qué había hecho? Se dio cuenta que en esa azotea habían tres muertas, sólo que una seguía respirando.

Te voy a alcanzar, luna, para que me lleves de regreso con mi hija, grita Manuela. Retrocede y empieza a correr hacia la luna, hasta llegar al borde de la torre. Y salta. Salta con la mano extendida, como queriendo tocarla. Y empieza a caer bien en alto.

jueves, 4 de diciembre de 2008

En mi balcón, tigresa

Hoy es un día más o, ¿acaso uno menos? Interesante teoría. Uno más para la vida y a la vez uno menos para la cuenta regresiva. Cada vez estás más cerca. Vas a llegar irremediablemente, como un golpe en la sien. No quiero que llegues. No todavía. Y siguen pasando los minutos, no se detiene la perversa cuenta. Qué insoportable. ¿Es que acaso jamás te vas a detener? Existen ocasiones en las cuales “la espera” es encantadora. Te ilusionas y te desmoronas ante las míseras probabilidades de que pase lo que imaginan tus más inocentes utopías, esas en las cuales piensas antes de dormir y que hacen que aplastes la cara en la almohada, abrazándola nerviosamente, con una sonrisita pícara. Nada de tonterías. Ya sabes lo que pasa cuando confías tanto en tus fantasías. Es hiriente saber que lo que esperas que pase definitivamente no va a pasar, y que lo que no quieres que llegue eventualmente ocurrirá. Sería extraordinario que fuera al revés. Cambiaría mi perspectiva de vida y mi ya antes mencionada “teoría fatalista”. Me gusta esperar. Me encanta estar entusiasmada. Me encanta desilusionarme y me encanta que me hieran. Soy soñadora, no tengo remedio. No puedo pensar sin irme por las nubes con ponies de colores, flores por todas partes, chocolates y un arco iris. La teoría fatalista me ayuda a no hundirme en tantos colores, la vida no es policromática en la mayoría de casos. Por ahora disfruto de la vista y del viento cálido de verano, mientras que observo el atardecer con detenimiento. Es un día hermoso, de los pocos. Hace frío y la madera cruje, pero siento que podría quedarme allí para siempre. La flor que me regalaste sigue en pie, permanentemente en la mesita donde la colocaste. Todo es tan perfecto. El sofá blanco con flores rosadas, las barandas de madera, la mesita barroca, los cuentos de Edgar Allan Poe, heredados del nonno, a medio leer y la flor amarilla inerte. Siento que tu voz me llama entre las brisas, mientras que también puedo olerte entre las sombras de la noche, que ya se avecina. Da igual. Sigue la cuenta regresiva y el aumento del tiempo. Sigue acercándose el día. Sigo soñando tonterías. Y, sobre todo, sigo esperando tu venida.