jueves, 11 de diciembre de 2008

La noche y los martillos


Estaban en la torre, otra vez. Manuela se veía atrapada en un nudo irremediable, en un apagón total, a pesar de que eran tan sólo las seis de la tarde. Empezaba a obscurecer, tarde o temprano llegaría. Ella lo sabía. Ella llegaría y Manuela aún no tenía algún plan decente. Petunia dormía plácidamente en su regazo, con sus trenzas de ensueño siempre perfectas. Si supieras, Petunia, pensaba Manuela. Si supieras que ya viene y nosotras no tenemos salida. Ya no se podía hacer nada, no había remedio. Sólo esperar que todo suceda como estaba predicho.

Manuela se rehusa a sentarse a esperar su sentencia. Tenía que hacer algo, al menos intentarlo. Ya eran casi las siete de la noche y aún así quedaba un ligero resplandor del sol de verano, que anunciaría una tarde amena en cualquier contexto, menos en este. Manuela empieza a sudar. Ya eran casi las siete. Ella llegaba a las siete. Ya no siento mi corazón, piensa Manuela, también se lo ha llevado. Suena un chirrido en el piso de abajo. Alguien ha abierto la puerta principal de la torre este. Era ella. Ya llegó. Tic tac, se te acabó el tiempo, Manuela, y aún no tienes ningún plan.

Despierta a Petunia de un golpazo y esta se levanta asustada.


- ¿Qué pasa, mami?


- Guarda silencio y sígueme.


La toma por la muñeca y la jala como si fuera una muñeca de trapo. La desesperación empieza a correr por sus venas. Ella estaba cerca. Podía sentir sus zancadas de gigante tan sólo detrás de sus pasos confusos. Cada vez la sentía más y más cerca. Qué hago ahora, piensa Manuela, qué hago. La mujer ogro venía y ella sólo corría hasta llegar a su fin. Manuela sólo estaba demorando más lo irremediable.

Así llegaron a la parte de las "escaleras de las mil puertas". Como su nombre lo dice, consistía en el lugar donde se subía hasta más no poder, lleno de puertas y llaves diferentes. Un infierno. Jamás alguien había llegado tan alto.


- Sube.


- ¿Qué?


- Sube, Petunia.


- Pero madre, ¿por qué tanta prisa?


- Ella está aquí. Corre.


Manuela emprendió el camino hacia su destino ya establecido con anterioridad. En su desesperación, no había tenido mejor idea que subir por las interminables escaleras. Quizás podía cerrar una de las trancas de las miles de puertas que tenía que cruzar antes de llegar a la parte más alta. Era sólo para ganar tiempo, mientras se le ocurría cualquier plan. Lo que sea. Grave error, Manuela. Las zancadas están cada vez más cerca.

Empujó a Petunia y la puso a correr delante suyo. Así podía empujarla y hacer que vaya más rápido. Cada vez que cruzaban una puerta, Manuela se quedaba poniéndole el cerrojo mientras que Petunia, que corría más lento, iba avanzando hacia la siguiente. Así de forma sucesiva. En algún momento ella tendía que desistir por tantas puertas que tendría que martillar para romper y llegar a alcanzarlas. Manuela sabía que todo esto era un chiste, sabía que ella con un par de martillazos hacía la puerta pedazos. Ella no era una persona normal. Era un monstruo.

Tantas llaves, tantas puertas, Manuela se demoraba. Sentía que sus pies ya no respondían y que Petunia estaba cansada. La pobre no sabía por qué estaban corriendo tan desbaratadamente. Si supiera, quizás correría más rápido. Mejor que no lo sepas, hija, pensó Manuela. Mejor que no lo sepas. Las zancadas ya están a tan sólo un piso de distancia y las dos ya estaban a un piso de llegar al punto máximo de altura de la torre este.


- Petunia, corre más rápido.


- Ya no puedo. No puedo respirar.


- Corre. ¡Corre lo más rápido que puedas, por favor!


Y de esa manera llegaron a la azotea. Ya no podían escapar. Estaban perdidas y ella ya había martillado la puerta. Estaba justo al frente de ellas. Manuela no la recordaba tan grande y aterradora. Estaba vestida de negro, como de costumbre, con una especie de casco que sólo dejaba ver sus penetrantes ojos pardos. Pura maldad. Evidentemente, en sus gigantes manos blancas llevaba el martillo más intimidante que pudiera imaginarse cualquiera en la peor de las pesadillas. Pero esto no era un sueño. Era totalmente real.

Manuela tomó a Petunia en sus brazos, tan fuerte que hasta le hacía daño, en su afán de protegerla. Iba retrocediendo poco a poco, como si quisiera retrasar aún más lo que le estaba reparando el destino que ella misma había creado. La mujer mastodonte se iba acercando de a pocos, sin prisa. Sabía que tarde o temprano Manuela tendría que desistir. Las dos lo sabían.


- Por favor, no tiene nada que ver en esto.


- Tú sabes lo que hiciste. Tienes que pagármelo.


- Por favor, yo sé que detrás de esa máscara tienes corazón. No lo hagas. No tiene nada que ver. ¡No la metas en esto!


- Sabes lo que me corresponde hacer.


- ¡ES SÓLO UNA NIÑA! ¡Ten piedad!


- No lo hagas más difícil.


- ¡NO, POR FAVOR! ¡DEVUÉLVEMELA! ¡NO HAGAS ESTO!


Muy tarde, Manuela, muy tarde. La niña ya estaba en sus manos. Se la arrebató sin piedad. Manuela lloraba su alma, mientras veía a su hija ser arrastrada por este ser malévolo, con el martillo entre sus manos. Sentó a Petunia y, con toda la fuerza que la caracterizaba, le dio un martillazo fulminante en la cabeza. Petunia cayó al suelo y permaneció inmóvil, dejando todo su entorno con un pequeño hilo escarlata que iba coloreando el piso gris.

Manuela corrió a ver a su hija. Definitivamente estaba muerta, aunque siempre con las trenzas perfectas, a pesar de que su cabeza estaba partida por la mitad. ¿Cómo puede ser alguien tan perversa?, pensaba. Sentía que las lágrimas brotaban brutalmente de sus ojos, que la rabia no dejaba de carcomer sus pensamientos. No toleraba más la situación. Su hija estaba muerta. Muerta por su culpa y la de ella.

De pronto, toda esa furia contraída fue el impulso inevitable. Volteó y vio que la mastodonte se alejaba, como si nada hubiese ocurrido. ¿Cómo si nada?, ya verás de lo que soy capaz, pensó. Cogió el cuerpo de su hija por las trenzas y la arrastró hasta estar exactamente detrás de ella. Con todas las fuerzas y la rabia que le quedaban, levantó el cuerpo de Petunia y golpeó en la cabeza de la mujer mastodonte. Esta cayó abrumadoramente e hizo temblar los simientos de la torre cuando tocó el suelo. Manuela miraba el acto sorprendida. Había vengado la muerte de su hija usándola como arma contra la asesina.

Con las manos llenas de sangre y la mente llena de un dolor nefasto e ineludible, Manuela da la vuelta y siente la brisa del verano. La vista era preciosa. Habían muchas estrellas y el firmamento se coronaba con una luna llena espléndida, pero a la vez muy triste. ¿Qué había hecho? Se dio cuenta que en esa azotea habían tres muertas, sólo que una seguía respirando.

Te voy a alcanzar, luna, para que me lleves de regreso con mi hija, grita Manuela. Retrocede y empieza a correr hacia la luna, hasta llegar al borde de la torre. Y salta. Salta con la mano extendida, como queriendo tocarla. Y empieza a caer bien en alto.

1 comentario:

Andrea Llinás Vahos dijo...

buen triller corto, igual sigues manejando las palabras de manera increíble a pesar de que se trate de un cuento sencillo. sigues teniendo el don, maldonado :) felicitaciones