
Aquí, una vez más. Hace mucho que no salía a observar. Mucho ha cambiado. Las hojas amarillentas inundan el suelo, en nuestro otoño barato. En este país jamás se diferencian las estaciones, sólo hace calor o frío. Últimamente, sólo hace frío. Frío en todos lados. Frío en mis manos y en mis pies, frío en el vaso de agua sobre la mesita y frío para la flor que me regalaste, que yace moribunda y chueca en su envase de porcelana. Está triste, igual que el resto de la naturaleza, que sólo puede caer, dejándose llevar por una fuerza mayor. Es igual. No pueden hacer nada al respecto. Va en contra de sus características. Ahora sólo puedo pensar en una pregunta. Una que me parte la cabeza en mil pedazos todos los días, a cada minuto. Una que se incrementa de forma constante y que no permanece quieta, sólo se agranda y se agranda y se agrava. Una que es: ¿y ahora? Ahora no sé. No sé nada. No tengo qué esperar ni quién me espere, porque el tiempo no se va a detener jamás. Sólo pasa, arma y desarma. Y yo inhibida de todo acto o reacción. Intimidada por el futuro y por las expectativas que ya creé. Yo en la nada y alejándome de la solución. ¿Dónde estoy? En el balcón. El eterno, cómodo y lindo balcón. ¿Dónde voy? En eso estoy. ¿A dónde voy a llegar? Espero que a algún lado. Por ahora, me conformo con ver las flores caer. Poco a poco. Una por una.